Chapter 2 El permiso

Hernando J. Mendoza 1.7k words

Los sentidos de Hestia se dispararon ante la sorpresa. Sus oscuras pupilas se dilataron en su iris verdoso, y los vellos de su blanca piel, se erizaron en alarma. Era su cuerpo activando su mecanismo de defensa por el estupor. Sin embargo, con un semblante inexpresivo, se acomodó en su silla y volvió a su postura normal. Se recogió la manga de su saco y miró la hora en su reloj, suizo, plateado, con detalles dorados. Eran, apenas, las nueve de la mañana; no le gustaba que la molestaran en su tiempo laboral. Le restó una velocidad al artefacto y escondió el regulador, debajo de varios portafolios, que se hallaban, de manera ordenada, sobre la mesa. Levantó el auricular con sutileza y lo pegó a su oreja, en tanto el vibrador, seguía estando activo en su lubricada humanidad.

—Permiso para entrar a su oficina, directora —dijo una voz femenina y dócil, al otro lado de la línea.

—Entra —respondió Hestia, sin esfuerzo, exponiendo su ligero acento francés. Su nación natal era Francia, pero había decidido a mudarse a su país actual, donde se había convertido en la fundadora, dueña, directora general y presidente ejecutiva de corporaciones Haller, a la que todos le apodaban como la jefa.

Hestia volvió a colocar el auricular en la base, para terminar la llamada. Se acomodó un mechón de su ondulado cabello rojizo con elegancia.

—Señora Haller, ¿puedo hablar con usted un momento? —comentó una linda muchacha, de melena castaña y ojos cafés.

Lacey West era la secretaria ejecutiva de la CEO de la empresa. Nada más compartían una relación de jefa y empleada, en la que solo dialogaban sobre asuntos laborales. Llevaba puesto un vestido negro y tacones de gruesos. Sostenía en sus manos, lo que parecía ser un sobre de paquete azul y una hoja de papel impresa.

—¿Novedades de los socios o los inversionistas? —preguntó Hestia, con seriedad. Se quitó las gafas con lentitud y clase, mientras sus ojos verdes, relucieron piedras preciosas al sol.

—No, mi señora, lo que me motiva a venir a su oficina es… —Lacey bajó su cabeza con ligereza, manifestando su puesto en la cadena de mandos empresarial. Dudó en sí debía decirlo, pero era urgente y no podía posponerse. Tragó saliva y al fin se atrevió a comentarlo—. Este año voy a casarme.

Hestia no se inmutó ante las palabras de su secretaria; poco lo que importaba lo que hiciera o no hiciera con su vida. Era superfluo para ella ese tema. Suspiró con pesadez, al hacer un pequeño movimiento, que la hizo sentir más el vibrador en su empapada divinidad. Su entrepierna le rascaba y quería tocarse con sus dedos. Debía terminar lo antes posible su innecesaria conversación con su secretaria, para que se fuera lo antes posible de su despacho, y así poder culminar su acto cumbre del onanismo.

—¿Y qué quieres que haga? Soy tu jefa, no tu sacerdote de ceremonia de bodas —dijo Hestia, con antipatía y menosprecio al futuro evento nupcial de su emplead.

La implacable jefa no creía en cuentos de matrimonio y que vivieron felices para siempre. Solo eran tonterías y patrañas de películas, que ni siquiera eran para niños. “En la salud y en la enfermedad”, sonrió de forma casi imperceptible a la vista al pensar en esas absurdas cursilerías; no se necesitaba un anillo de compromiso en la mano izquierda y otro en el anular derecho, para ir a la cama y disfrutar del mayor placer de la carne. La intimidad, solo era para desbordarse de las sensaciones y no se necesitaba que de un marido para revolcarse como animales bajos las sábanas. Un aura de demonio la cubría, como un manto rojo. Finos cuernos le salieron en la frente, una cola puntiaguda en la espalda y un trinche en su mano. Apagó sus pensamientos y volvió a la aburrida realidad.

—Es que quisiera invitarla —dijo Lacey, con timidez. Se acercó con temor al escritorio de madera pulida de ébano y le entregó el sobre azul, que estaba cargando.

Hestia lo recibió por mera cortesía. Ya sabía qué haría cuando se marchara; porque no le gustaban las ceremonias de bodas, ni ver como dos ilusas personas se juraban amor eterno y se amarraban la soga al cuello, por iniciativa propia. Pensó que su secretaria se iría luego de eso, pero divisó que todavía sostenía un papel. Así que, era obvio que tenía que contarle otro asunto. Si no hubiera sido por el consolador, que había introducido en su entrepierna, hubiera gastado todo el tiempo del mundo. Sin embargo, nada más deseaba que se largara con prontitud y la dejara gozar de su corta liberación del estrés y el aburrimiento. Aunque, ya ni los vibradores la dejaban satisfecha. Anhelaba algo más robusto, que la hiciera sentir. Pero no solo eso, también que la comieran por todo el cuerpo, en tanto la complaciera y la llenara de besos, cariño y de placer. Nada de amor, palabras bonitas y cursilerías, solo apasionadas y profundas sesiones de concubinato

—¿Algo más? —preguntó Hestia, con voz neutra. Estaba conteniendo sus inmensas ganas de echarla fuera su oficina, por importuna e ingenua.

—Es que, mañana será el quinto aniversario de nuestro noviazgo, y quisiera que me firmara una petición, para adelantar el trámite de mi permiso —comentó Lacey, con temor. Se encogió de hombros al finalizar su confesión. En las cuatro ocasiones pasadas, todavía no trabajaba para Hestia y así, en otros lugares, había construido una excelente hoja de vida y experiencia, que la hizo ganarse el puesto de secretaria ejecutiva en corporaciones Haller, sirviendo de manera directa a la misma CEO.

Hestia apretó los puños, para aguantarse el enojo de tal solicitud. En su empresa no había atajos, ni privilegios para nadie, ni siquiera para una ineficiente secretaria, como lo era… ¿Cómo era que se llamaba esta muchacha? Aunque no importaba. En fin, eso era algo que no le gustaba, andar pidiendo favores a la compañía, y más intolerante todavía, pedírselo directo a la dueña. Esta niña no tenía vergüenza alguna.

—Las licencias son en el departamento de recursos humanos, no conmigo —dijo Hestia, con apatía y severidad.

—Sí, mi señora, es que lo pedí a principio de mes, y creo que se demoraran en aprobarlo, porque todavía no estamos a la mitad de los treinta días. Si usted me da su firma, ellos me darían la autorización hoy mismo.

Hestia quería expresar lo que pensaba al respecto. Pero ya que se había tomado la molestia de invitarla al matrimonio, y, sobre todo, porque quería que se marchara, para poder concluir su lascivo momento. Así que, hoy era el día de suerte de su inoportuna secretaria, porque con la escasa gracia que tenía, le otorgaría la dichosa firma.

—Aquí tienes —dijo Hestia, al finalizar el grabado de su nombre en el papel—. Ya puedes retirarte.

—Muchas gracias, señora Haller. Usted es la invitada de honor.

Lacey hizo una reverencia, mientras mostraba su felicidad al lograr su cometido. Salió del despacho con rapidez y regresó a su sitio de trabajo. Se aseguró de que nadie la estuviera observando, y entonces, al estar en solitario, cambió la expresión en su bello rostro juvenil a uno perverso y astuto. El peor momento de su día, era cuando tenía que ver o hacerle algo a la fastidiosa de su jefa, que se la veía por encima del hombro, como si fuera escoria. Esa mujer arrogante era una arpía, en que las pocas veces que hablaba, destilaba veneno, similar a una serpiente cascabel real. Agradecía que ya pronto entraría a la vejez y tendría que caminar con un bastón. Entonces rio en silencio, ante su pensamiento; insultar y hace chistes de su horrible jefa, era lo más rescatable de su trabajo. Al principio, no había pasado nada con la directora Hestia, pero luego le fue tratando como un trapo sucio, en la que castigaba y exhortaba, hasta por respirar. Su más grande deseo era que le sucediera algo, para que perdiera su cargo, y un atractivo, hermoso y dominante hombre, como en las novelas, ocupara el puesto de CEO, para vivir su historia de amor. No obstante, en la realidad se había venido a topar con esa malhumorada y detestable senil.

—Vieja bruja —susurró Lacey, moviendo con ligereza sus labios. Le fastidiaba el hecho de actuar como una estúpida, dócil y obediente, sumisa, ante su jefa, la que tenía el cabello, como antorcha roja—. Tonta, anciana. Lo bueno es que tienes mucho dinero para tu acilo de abuela. Y ni siquiera solicité la licencia a principio de mes, estúpida. —Moldeó una macabra sonrisa. Sabía que su jefa no iría a su boda y que pasaba más ocupado en otras cosas, que en averiguar la autorización de una de sus trabajadoras; por lo que había decidido obtener un permiso veloz, con la ayuda de una practicada actuación. Quizás, en otra realidad, era una estrella de Hollywood. Sacó su teléfono y le marcó al que era su “Corazón”, para darle la buena noticia—. Aló. Ya tengo la firma de la momia. La muy tonta cayó redondita. Nos vemos mañana, mi amor. Espero que no me desilusiones con la sorpresa que vas a dar. Te amo. —Ubicó el móvil al frente de su boca y realizó el ruido de un beso al aire.

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