Cada amanecer parecía traer consigo una deplorable sensación de déjà vu. Mis jornadas se fundían en una amalgama de rostros conocidos, tareas rutinarias y la persistente sensación de que mi vida se encontraba estancada en un aburrimiento sin fin. No importaba si era lunes o viernes, la monotonía me envolvía como una pesada manta que me impedía avanzar, que me impedía ser quien realmente quería ser.
Y lo peor de todo es que, a mis veintitrés años de edad, aún me encontraba viviendo bajo el mismo techo que mis padres. Era frustrante. Sentía que mi juventud se escapaba entre las rendijas del tiempo mientras me aferraba a empleos mediocres y sin sentido. Asistente de un abogado, secretaria de algún arquitecto, ayudante de alguna esposa de algún millonario... esos eran los trabajos que se presentaban ante mí, las únicas opciones que ofrecían una remuneración decente en medio de la crisis económica que asolaba mi país. Me conformaba con ellos, pero en lo más profundo de mi ser, anhelaba más. Tenía sueños, metas y deseos ardientes dentro de mí, pero se diluían en el cauce del tiempo, arrastrados por la corriente de una vida insatisfactoria.
Me encontraba atrapada en una encrucijada existencial. Era una economista recién egresada de la prestigiosa Universidad Central de Venezuela, pero la pasión por ejercer mi carrera brillaba por su ausencia. Aquel título universitario, obtenido con esfuerzo pero también para satisfacer el capricho de mi madre, parecía un fardo pesado que cargaba a mis espaldas. ¿De qué me servía haber dedicado años de estudio y sacrificio si no encontraba la satisfacción en mi profesión?
Mi pasión estaba en otro lado, en el arte, la música, la actuación... el cine. Mi sueño frustrado por ser una actriz reconocida de Hollywood era eso; solo un sueño.
¿De verdad quería eso para mi vida?
Día tras día, esa interrogante carcomía mi mente, generando una lucha interna constante. Sentía que mi vida carecía de rumbo, que estaba perdida en un mar de indecisiones y descontento. ¿Qué debía hacer para escapar de esa prisión invisible que me aprisionaba? Me encontraba en medio de un camino incierto y confuso.
Suspiré profundamente, sintiendo el peso de mis propias expectativas y el eco de mis sueños frustrados resonar en cada rincón de mi ser. Sabía que debía tomar cartas en el asunto, que no podía quedarme inmóvil y resignada ante el fluir indiferente de los días.
Sumida en una maraña de talentos sin explotar, me encontraba atrapada en un abismo de insatisfacción. Era frustrante ser una niña índigo, poseer tantos dones y capacidades, pero no lograr encontrar aquello que realmente me llenara por completo. Mis padres, cegados por su propia realidad, jamás percibieron mi singularidad. Fue hasta la semana pasada, en una sesión con mi psiquiatra, cuando finalmente me revelaron mi verdadera naturaleza índigo. Aquel día, un mundo nuevo de comprensión se abrió ante mí, revelando las razones detrás de mi falta de interés en las cosas que me rodeaban. Comprendí que no se trataba de una mera indisciplina infantil, sino de algo que escapaba a mi control.
El doctor, con sabiduría en sus palabras, me aseguró que cuando finalmente encontrara mi verdadera pasión, me daría cuenta. Con el paso del tiempo, no sentiría aburrimiento ni agobio en lo que hiciera, sino una chispa de entusiasmo y plenitud que me impulsaría a explorar nuevos horizontes. Aquellas palabras resonaron en mi mente, como un eco esperanzador, pero a su vez plantaron una semilla de incertidumbre. ¿Cómo descubriría esa pasión que tanto anhelaba? ¿Qué era lo que le faltaba a mi vida para hacerla vibrar con autenticidad?
Aquel cuestionamiento se convirtió en el motor de mi existencia. En cada amanecer, con una mezcla de impaciencia y determinación, esperaba el momento de encontrar aquello que me distinguiera, que me hiciera sentir viva de verdad. Recordaba con añoranza mis fantasías de infancia, cuando me sumergía en mis propios mundos de ensueño. Me imaginaba sobre un escenario, con micrófono en mano, cautivando a multitudes con mi voz melodiosa. Otras veces, me veía como la directora de una película aclamada, dirigiendo a talentosos actores en mi plató imaginario. Incluso jugaba a ser la narradora de un noticiario, deleitando a mi padre con mis dotes para contar historias de actualidad. Y, por supuesto, no podía olvidar las innumerables ocasiones en que, frente al espejo, me transformaba en una bailarina de renombre, deslizándome por el espacio con la gracia y energía de mis ídolos musicales; Britney Spears, Backstreet Boys, Michael Jackson... sus coreografías estaban impresas en mi memoria, y soñaba con ser parte de su mundo, viajar por todo el planera y vivir un romance apasionado con alguna estrella pop del momento.
Sí, siempre he sido una soñadora.
Sin embargo, a medida que crecía, esos sueños vibrantes comenzaron a desvanecerse, a perderse en el laberinto de la realidad. El día en que un chico me rompió el corazón por primera vez, sentí cómo la crueldad de la vida se abatía sobre mí. Y luego llegó la universidad, con su carga de responsabilidades y exigencias. La dura realidad me envolvió, y mis sueños se desvanecieron en un rincón oscuro de mi memoria.
Hoy en día, mientras el tiempo se desliza entre mis dedos como arena fugaz, suspiro y dejo escapar una sonrisa a medias. Una mirada al pasado me transporta a aquellos días de inocencia y esperanza, donde mis ilusiones rebosaban en cada rincón de mi ser. Sin embargo, una pregunta se alza como un eco persistente en mi mente: ¿Dónde quedaron todos esos sueños que una vez me inspiraron?
Poco a poco, como una niebla traicionera, mis sueños se desvanecieron en el vaivén de las circunstancias. Olvidé las notas melodiosas que solían escapar de mis labios mientras interpretaba las canciones de moda, y las cámaras imaginarias dejaron de capturar escenas de mis películas fantásticas. Aquella chispa narradora que alguna vez adornó mi voz se apagó, sumergiéndose en un silencio sepulcral. Incluso los pasos de baile que solían fluir con naturalidad se volvieron torpes y descoordinados, dejando tras de sí una estela de nostalgia.
Y así, mis sueños quedaron atrapados en el laberinto de mis recuerdos, eclipsados por las realidades cotidianas y los golpes del destino. Olvidé el brillo en mis ojos, la pasión que solía arder en mi pecho, y me sumergí en la rutina monótona, en una existencia que carecía del destello que solo los sueños pueden otorgar.