HENRY
De la oficina que ocupaba en Harrison Enterprise, comencé a recoger mis cosas despacio, mientras tragaba con fuerza para que la impotencia que sentía no me jugara una mala pasada. Había presentado mi renuncia, después de todo lo ocurrido con esa mujer.
Apenas transcurrió una semana de nuestro último encuentro y, de solo volver a recordarlo, el alma se me retorcía. Aún me costaba creer que Camile había fingido tanto tiempo, que su entrega fuese tan bien actuada, al punto de engañarme de esa manera. O era una excelente actriz, o el amor me había vendado tanto los ojos y el corazón, que no me di cuenta cómo me estaba viendo la cara. Negué con la cabeza para terminar de convencerme que sí había sido una gran mentirosa, y lo aseveré cuando me enteré que ayer, ella le dio el sí que me había prometido a mí, a ese idiota que tanto daño le había causado en el pasado y que no la merecía.
Cuando terminé de guardar mis pocos objetos personales en una pequeña caja, mis ojos recorrieron cada rincón de aquella oficina. Suspiré cansado por seguir dándole vueltas a las cosas y a los porqués de sus acciones; tenía que aceptar que no fui lo suficientemente bueno como para que alguien como ella me tomara en serio.
Quise ir hasta su despacho para darle el último adiós silencioso a esas amplias cuatro paredes que fueron testigos de tanta pasión desenfrenada, de tanto amor de mi parte, pero me repetí a mí mismo que eso no me la devolvería y que el destino ya había trazado las líneas de nuestras vidas. Al salir al pasillo, quise despedirme también de Ester, pero al vislumbrar su lugar vacío, supuse que no había acudido a la oficina porque, tal vez, se quedó hasta tarde en aquella maldita boda.
Cuando salí de aquel edificio, sentí una avalancha de emociones que carcomían mis entrañas. Con los ojos picándome, por las ganas de desahogarme y deshacerme de mi dolor, sacudí la cabeza, decidido a no darle el placer de verme derrotado y derrumbado por su abandono. Más calmado, avancé unos pasos hasta el coche que adquirí en la semana para devolver el que me había proveído la empresa. Abrí despacio el maletero y con una total frustración, metí la caja dentro, cerrándola de manera violenta.
—¿Señor Henry Ross? —Oí una voz grave detrás de mí. Me volteé para saber de quién se trataba.
—Sí, soy yo. —Cuando noté la placa que portaba en su cintura, respondí de la mejor manera posible que me permitía mi estado de ánimo—. ¿En qué puedo ayudarlo, oficial?
—Soy el detective Gary Storm, del Departamento de Policía de Nueva York, y tiene que acompañarme —dijo con tanta naturalidad que me causó escalofríos.
Me quedé mudo y tieso, observándolo como si se hubiera vuelto loco. Y no era para menos.
¿Qué iría a hacer yo, en el NYPD, cuando nada tenía que ver con los tipos de delitos que combatían?
—¿Qué ha dicho? —modulé apenas, cuando al fin las palabras pudieron salir de mi garganta.
—Debe acompañarme, señor Ross. Hagamos las cosas por las buenas y no armemos un escándalo en plena vía pública.
—¡Por Dios! —Exclamé desconcertado, pasándome la mano por el pelo—. Discúlpeme, oficial, pero esto debe ser un gran error o una maldita broma… —dije nervioso, aguardando impaciente por su respuesta.
—Lo lamento, pero no es ningún error y debe acompañarme. Le dictaré sus derechos de camino al departamento de policía.
Negué, presionando mis puños.
¿Qué carajos estaba pasando?
—¿Se puede saber de qué se me acusa? —indagué, tratando de encontrarle sentido a la situación.
—De fraude y malversación de fondos en su carácter de gerente en Harrison Enterprise.
—Debe ser un error. Eso… ¡eso es mentira! —Levanté la voz, sobrepasado por la situación.
—Si es un error, como bien dice, lo puede demostrar y quedar en libertad. Por lo pronto, debe acompañarme, señor Ross, y le agradecería que no me haga perder más el poco tiempo que me queda —dijo cansino y frustrado por mi negación.
Suspiré con la misma actitud, intentando encontrarle sentido a lo que estaba pasando. La única persona que sabía lo que había hecho en la compañía era Camile.
¿Camile?
No… imposible. Era una locura lo que mi mente imaginaba.
Respiré profundo y asentí, indicándole que lo acompañaría.
—Al menos, ¿tiene una orden en mi contra? —pregunté nuevamente, esperanzado a que me dijera que todo se trataba de una absurda broma, de esos que algunos programas de TV le hacían a los transeúntes.
Para mi desgracia, el oficial abrió un poco su chaqueta, sacando de su bolsillo interno un documento que acreditaba lo que decía y estaba haciendo.
—Creo que no hará falta que lo espose para que me acompañe —dijo con seriedad—, pero comprenderá que es nuestro trabajo y debemos hacerlo. En estos momentos, usted, hasta que no pruebe su inocencia, es culpable de algo bastante grave.
Ni bien terminó de decir aquello, unos hombres me rodearon, tomándome de ambos brazos y juntando mis muñecas a mi espalda para esposarme. Sentí el frío del metal rozar mi piel y la furia bullía en mi sangre. Tenía que ser todo un malentendido que se aclararía en cuanto Camile lo supiera, o en cuanto comprobaran que no había robado ni un mísero centavo de Harrison Enterprise.
El camino se me hizo eterno y sentía la mirada piadosa del oficial por el retrovisor. Cuando llegamos, me indicó que tenía derecho a guardar silencio hasta que consiguiera un abogado, y que podía usar la llamada que se me concedería para contactarlo.
Sin embargo, al primero a quien llamé fue a Zac.
—Henry, pensé que ya estarías en el gimnasio, ¿ocurrió algo? —preguntó del otro lado, luego de saludarlo.
—Zac, estoy en problemas y necesito que vengas al departamento de policía —lancé apresurado y nervioso.
—¡¿Qué?! —gritó—. ¿Qué carajos pasó, para que estés en ese lugar?
—No tengo tiempo para explicarte, solo ven lo más pronto posible, Zac, y ya sabrás lo que ocurre.
—¡Salgo de inmediato! —contestó agitado, como si estuviera corriendo para salir de su casa.
—Zac, no se lo digas a nadie, mucho menos le avises a mi madre.
—Está bien, Henry. Ya encontraremos la forma de resolver tu problema sin que Vivian se entere.
—Gracias… —musité apenas, antes de colgar.
Cuando terminé de hacer la llamada, me llevaron a una celda que, gracias a Dios, estaba desierta. Los minutos que pasaban con demasiada lentitud para mi gusto, me hacía sentir que había estado años encerrado en aquel minúsculo lugar de barrotes. Di vueltas muchas veces, gastando —seguramente— los pisos, en tanto pensaba qué pudo haber pasado para que se me acusara de semejante barbaridad. Sin embargo, todas mis inquietudes eran respondidas con una misma palabra: su nombre… el nombre de Camile.
Y, ¿si sólo me utilizó para su estúpido propósito, y la salida más fácil para deshacerse de mí, era acusándome de todo?
No. Me seguía negando a creer que esa mujer, a la que amaba más que a mi vida, me hubiese echado fango de una manera tan cruel y despiadada.
Pero, entonces, ¿qué pasó? Nadie más pudo haberme acusado, si solamente lo sabíamos Gina, ella y yo.
Y haciendo cuentas, era fácil deducir la respuesta.
Sin embargo, no lo iba a aceptar, no lo quería creer.
—¡ROSS! Tiene visita —avisó un oficial, haciéndose a un lado, para ver por fin a Zac, quien había llegado—. Tienen diez minutos.
—Henry, ¡¿qué ha pasado?! —preguntó, completamente confundido.
—Eso mismo quisiera saber, Zac, pero según lo poco que me dijeron, estoy acusado de fraude.
—¡¿Qué?! —gritó, sorprendido.
—Shhh… guarda silencio o no llegaremos a los diez minutos.
—No entiendo nada, Henry. ¿Quién pudo haberte acusado de algo así? —indagó sobrepasado, y el rostro se me descompuso, dándole a entender que podría ser ella—. No irás a creer que fue Camile… ¿o sí?
—Quiero pensar y creer que no, pero no puedo afirmar nada, hasta que me digan algo más.
—Pondría las manos al fuego a que Camile jamás te haría algo así. Ella te ama y no te lastimaría —afirmó con tanta seguridad, que removió millones de cosas en mi pecho, entre ellas, la esperanza de que todo esto fuera un simple error.
—Ella se casó ayer, Zac. Así que, lo que dices es absurdo. —Le di un golpe a los barrotes porque, recordarlo, hacía que el alma se me tambaleara.
—Iré a buscarla y ya verás que ella nada tiene que ver en esto, que seguramente es solo un error, una coincidencia de nombres, ¡no lo sé! Pero, puedo jurar que ella jamás te dañaría de esta manera.
Sopesé sus palabras y quise pensar que tenía razón, y aunque estaba muy lastimado con todo lo que había ocurrido, mi enamorado corazón me pedía a gritos que le hiciera caso a Zac.
—Está bien, Zac. Búscala, por favor, y dile que venga, que necesito que aclare todo este mal entendido. Dile… dile que sólo ella puede salvarme de todas las maneras que existen y que la amo… —supliqué con la voz quebrada.
Él asintió con la cabeza.
—No te preocupes, Henry. Ya verás que todo se solucionará.
—Eso espero…
Cuando acabaron los diez minutos, se marchó velozmente, tal y como había llegado. Las horas pasaban y no regresaba. La noche cayó sin más, y la desesperación y desilusión de que ella no viniera, estaban rompiéndome en mil pedazos. No había dormido. El catre plano me quemaba la piel y la ansiedad misma no me lo permitió.
La mañana cayó y un oficial vino por mí, sacándome de la celda para llevarme a la oficina del hombre que había sido cabeza de mi arresto. Con las manos esposadas, ingresé a su imponente despacho, esperando que me diera buenas noticias.
De mala gana tomé asiento, cuando así lo ordenó.
—¿Ha contactado con su abogado? —indagó demasiado interesado y negué—. Sabe que el estado puede proveerle uno, si no puede pagarlo.
Sonreí, esquivando su mirada.
—Hacerlo, sería facilitarle demasiado las cosas a quien quiere culparme de un delito que no cometí —repliqué con dureza y ladeó su rostro.
—Puede retirarse. Ordenaré que le asignen un abogado de oficio —ordenó y me puse de pie. El guardia que me escoltaba me guió hasta la puerta, sin embargo, antes de que saliera, la voz del detective volvió a retumbar en el lugar—. ¿No preguntará quién lo acusó?
Mis ojos se abrieron, de par en par, y tragué con fuerza, mientras presionaba mis puños. Mi silencio solo hizo que lograra su cometido, y sonrió con ironía.
—La señora Camile Harrison… o mejor dicho, la señora Camile Williams, estará encantada cuando sepa que su denuncia ha tenido sus frutos. Pensó que sería imposible atraparlo, porque, tal vez, ya se había marchado del país con todo su dinero, pero me doy cuenta de que el amor a veces nos vuelve muy estúpidos.
—No. Eso… eso es mentira… —susurré, taladrándolo con mis ojos.
Él afirmó, con un leve movimiento de cabeza.
—Es la verdad, Ross. Te acusó de fraude y malversación, alegando que la manipulaste a base de… digamos que tácticas no tan convencionales, y que has estado alterando los reportes financieros desde hace casi diez meses.
—Miente… usted está mintiendo, ella jamás haría algo así. ¡ELLA JAMÁS MENTIRÍA CON ALGO ASÍ! —grité, intentando zafarme del guardia para llegar hasta él, y hacerlo tragarse sus palabras para que se ahogara con su propio veneno.
—Allá usted, si no me cree. Por lo pronto, váyase haciendo la idea de que pasará muchos años encerrado en una prisión.
Mis ojos desprendían fuego y mi garganta seca quería gritar y desatar la frustración que sentía en todo mi ser. Cuando me devolvieron a mi celda, tomé asiento en el catre, presionándome la cabeza para dejar de oír las palabras de aquel hombre, que retumbaban en mi mente.
No. No. No.
Todo debía ser una mentira, algo no cuadraba, no encajaba en todo este asunto.
¿Por qué ese policía estaría tan interesado en fastidiarme, llamándome a su oficina y restregándome en la cara que Camile me había denunciado?
Algo no estaba bien y solo me calmaría, cuando ella entrara por la puerta que daba acceso al lugar donde estaba encerrado, y me regalara una de sus preciosas sonrisas. Quería mantener la esperanza de que, aunque acabó de una manera cruel con nuestra historia, ella no sería capaz de una injusticia.
Sin embargo, a pesar de todo lo que le di, cuando Zac llegó, comprendí que fui un completo ingenuo y que no sólo mató a mi corazón sin piedad, sino que también, haber amado tanto a esa mujer, me estaba asegurando un boleto a un futuro oscuro.
—¿Dónde está? —pregunté ansioso, tratando de descifrar la mirada de mi amigo—. ¡QUE DÓNDE ESTÁ CAMILE, MALDITA SEA! —grité, tomando con mis manos los barrotes.
—Ella no vendrá, Henry. Al menos, no ahora.
—¡¿Qué rayos significa eso?! —volví a preguntar ansioso y devastado, sintiendo cómo un cielo oscuro se abalanzaba sobre mis hombros—. ¿Cómo que no vendrá? ¿Dónde está?
—Camile no está en la ciudad —aclaró, y fruncí los ojos, aguardando una mejor explicación. Zac suspiró derrotado y bajando los hombros, pronunció las palabras que jamás habría querido escuchar—: Camile no vendrá, porque no se encuentra en la ciudad… —Mis ojos se abrieron lentamente y mi agarre en los barrotes se aflojó—. Ella salió de viaje, por su luna de miel.